Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina) y secretario general del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
El Papa Francisco ha estado en Canadá. No de visita sino en “peregrinación penitencial”, como él mismo lo ha expresado. Por eso no solamente ha hablado en predicaciones y mensajes, sino también en gestos.
Todos sabemos que debido a su dolencia en la pierna ha cancelado algunos otros viajes ya comprometidos. Sin embargo, este, más prolongado en agenda y a mayor distancia de vuelo, lo mantuvo con el esfuerzo y sufrimiento físico que implica.
En la línea de los gestos hay que enmarcar el primer sitio en el que estuvo: Maskwacis (en Alberta), allí viven cuatro naciones indígenas originarias. “Desde aquí, desde este lugar tristemente evocativo (…) Llego hasta sus tierras nativas para decirles personalmente que estoy dolido, para implorar a Dios el perdón, la sanación y la reconciliación, para manifestarles mi cercanía, para rezar con ustedes y por ustedes.”
“En esta primera etapa quise hacer espacio a la memoria. Hoy estoy aquí para recordar el pasado, para llorar con ustedes, para mirar la tierra en silencio, para rezar junto a las tumbas.” Las fotos que hemos visto de ese momento profundo de silencio y oración son elocuentes. Sentado en su silla de ruedas y en soledad, Francisco se dejó conmover ante las tumbas y las historias que la tierra se tragó. “El lugar en el que nos encontramos hace resonar en mí un grito de dolor, un clamor sofocado que me acompañó durante estos meses.”
“Es necesario recordar cómo las políticas de asimilación y desvinculación, que también incluían el sistema de las escuelas residenciales, fueron nefastas para la gente de estas tierras.” El Papa se refiere a que unos 150.000 niños de etnias originarias fueron arrancados de sus familias por comunidades misioneras católicas desde mediados del siglo XIX y hasta mediados de siglo XX. De entre ellos se estima que más de cuatro mil menores murieron por malos tratos y enfermedades. La mayoría fueron enterrados en fosas comunes sin ninguna identificación.
También esto implicó que “sus lenguas, sus culturas fueron denigradas y suprimidas; y de cómo los niños sufrieron abusos físicos y verbales, psicológicos y espirituales; de cómo se los llevaron de sus casas cuando eran chiquitos y de cómo esto marcó de manera indeleble la relación entre padres e hijos, entre abuelos y nietos”.
Por eso expresa con claridad Francisco: “Me encuentro entre ustedes porque el primer paso de esta peregrinación penitencial es el de renovar mi pedido de perdón y decirles, de todo corazón, que estoy profundamente dolido: pido perdón por la manera en la que, lamentablemente, muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas. Estoy dolido. Pido perdón, en particular, por el modo en el que muchos miembros de la Iglesia y de las comunidades religiosas cooperaron, también por medio de la indiferencia, en esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada de los gobiernos de la época, que finalizaron en el sistema de las escuelas residenciales”.
Mencionó el Santo Padre la imagen evangélica del trigo y la cizaña. “Y precisamente a causa de esa cizaña quise realizar esta peregrinación penitencial, y comenzarla esta mañana haciendo memoria del mal que sufrieron los pueblos indígenas por parte de muchos cristianos y con dolor pedir perdón. Me duele pensar que algunos católicos hayan contribuido a las políticas de asimilación y desvinculación que transmitían un sentido de inferioridad, sustrayendo a comunidades y personas sus identidades culturales y espirituales, cortando sus raíces y alimentando actitudes prejuiciosas y discriminatorias, y que eso también se haya hecho en nombre de una educación que se suponía cristiana.”
Recordó una expresión bella de San Juan Pablo II en Canadá: “Cristo anima el centro mismo de cada cultura, por lo que el cristianismo no sólo comprende a todos los pueblos indígenas, sino que el mismo Cristo, en los miembros de su cuerpo, es indígena” (Liturgia de la Palabra con los indígenas de Canadá, 15 septiembre 1984).
Insistió Francisco en que “nada puede borrar la dignidad violada, el mal sufrido, la confianza traicionada. Y tampoco debe borrarse nunca la vergüenza de nosotros creyentes. Pero es necesario empezar de nuevo. Y Jesús no nos propone palabras y buenos propósitos, sino la cruz, ese amor escandaloso que se deja atravesar los pies y las muñecas por los clavos y traspasar la cabeza por las espinas. Esta es la dirección a seguir, mirar juntos a Cristo, el amor traicionado y crucificado por nosotros; ver a Jesús, crucificado en tantos alumnos de las escuelas residenciales”.
Uno de los jefes indígenas expresó su gratitud al Papa por haber escuchado sus testimonios y por sus palabras de consuelo: «Durante el tiempo que estuvimos con usted nos quedó claro que escuchó profundamente y con gran compasión los testimonios que contaban cómo se suprimían nuestras lenguas, se nos arrebataba nuestra cultura y se denigraba nuestra espiritualidad».
El dolor no se elimina ni desaparece. Francisco se conmueve, pide perdón, expresa su vergüenza, se inclina, abraza y consuela. Es una viaje espiritual que nos interpela e impulsa como humanidad.
El 30 de julio fue el Día Mundial contra la Trata de Personas. Nuestro Papa lo definió como “crimen de lesa humanidad”. La explotación doméstica, sexual, laboral, los matrimonios forzados constituyen violaciones físicas y psicológicas a la dignidad de las víctimas.
La Comisión Episcopal de Migrantes e Itinerantes de la Iglesia argentina advierte sobre un punto que es clave: el comercio de la vida. “La sospecha de querer implementar la ley de alquiler de vientres en nuestro país también nos enfrenta a una mentalidad de que la persona humana pueda ser tratada como un objeto, manipulable y sin dignidad. No son mercancía. ¡Esto también es trata de personas! El Estado debe cuidar la vida desde su concepción, protegerla, y no dejar espacio a la inmoralidad, a la corrupción y a la impunidad.”
No dejemos de mirar con indignación cualquier tipo de explotación. Todas las vidas merecen respeto.