Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina) y secretario general del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).
Vivir es hermoso y fascinante, aunque nunca estamos exentos de sufrimientos. Ser partícipes del gozo del nacimiento de un niño, verlo crecer, aprender a caminar, expresar las primeras palabras, comenzar la escuela… De pronto la mamá o el papá se sorprenden al verlo ya adolescente. Varias veces decimos ¡el tiempo pasa volando!
Algo semejante, pero con más lentitud aunque inexorablemente, sucede con la ancianidad. “A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa.” Hace tiempo me encontré con una amiga que hacía años no nos veíamos. Le pregunté “¿cómo andás?” y me contestó: “muy bien, envejeciendo”. Me llamó la atención la simplicidad y franqueza de la respuesta.
No es una etapa de fácil comprensión ni aceptación. “Estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes” .
Nos ha creado el Dios de la vida y es Él quien mantiene todo el Universo en la existencia; también una vida prolongada.
Es importante reconocer que “la ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro”.
Es el tiempo de rezar por los hijos, los nietos, la familia, los amigos. El corazón está repleto de rostros detrás de los cuales hay historias que sanar, dones que agradecer.
Este fin de semana celebramos la segunda “Jornada Mundial de los abuelos y los mayores”, en cercanía con la fiesta de Santa Ana y San Joaquín, abuelos de Jesús.
El Papa Francisco ha escrito un Mensaje que tiene como lema una frase de un salmo: “En la vejez seguirán dando frutos” (Salmo 92, 15). Las frases que están “entre comillas” están tomadas de este texto.
La pandemia ha puesto en evidencia la prepotencia de los fuertes y el sufrimiento de los débiles. El dolor de la guerra sigue siendo un insulto a la dignidad humana, y un fracaso de las instancias políticas internacionales.
“Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles.”
Tres veces menciona el Papa en este Mensaje “la revolución de la ternura”. Es una consigna fundamental.
Y sigue diciendo el Papa: “Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas que provienen de otros países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino necesario”.
Y va concluyendo Francisco: “Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración”.
Finalmente cierra con una linda frase: “Pidamos a la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución de la ternura, para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la guerra”.