Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo
“¿Querés ir al cielo?”, le pregunté.
“Sí, pero no ahora”, me contestó Micaela, mujer de 40 años que se está preparando para recibir el sacramento de la Confirmación. Enseguida ella entendió el sentido de mi consulta y yo el de su respuesta. Los anhelos profundos del corazón humano, aquellos que a veces son difíciles de expresar con palabras, serán colmados en el cielo donde encontraremos la paz y la felicidad definitiva en la presencia de Dios. Sin embargo, ya desde ahora nos podemos acercar a experimentarlos, aunque sea de modo efímero o incluso de modo más estable.
Este martes 15 de agosto volvemos a celebrar la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo. Es uno de los dogmas más significativos y entrañables de la fe católica. Este acontecimiento mariano nos invita a reflexionar sobre la vida en plenitud y eterna ya desde la tierra, así como a expresar el amor y la confianza que sentimos hacia nuestra Madre celestial.
Según la tradición cristiana, la Asunción de María significa que, al término de su vida terrenal, la Virgen fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial por obra divina. De este modo se expresa la convicción de que al final de su vida la Madre permaneció unida al Hijo no sólo en su alma, sino también en su cuerpo.
María vivió su vida terrenal de una manera excepcionalmente cercana a Dios, dedicándose a servir a los demás con amor y devoción. Ella es un modelo para todos nosotros de cómo podemos alcanzar una vida enriquecida y plena al seguir el camino del amor y la virtud. La Madre de Jesús es imagen y anticipo de la Iglesia, ya que su Asunción nos señala el destino último de toda la comunidad de creyentes. La Iglesia, representada por María, es el cuerpo de Cristo, y así como ella fue elevada al cielo, también nosotros tenemos la promesa de vivir anticipadamente como comunidad ya redimida.
Uno de los Documentos centrales del Concilio Vaticano II nos enseña que en la Virgen María “la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención, y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser” (Sacrosanctum Concilium, 103).
La expresión profética del Libro del Apocalipsis la podemos aplicar a la Virgen María y a la Iglesia: “Apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Estaba encinta y gritaba de dolor en el trance del parto” (Apocalipsis 12, 1-2). Lo leemos como anuncio de la comunidad cristiana que da a luz nuevos hijos en medio del sufrimiento de las persecuciones.
El amor a la Virgen María y la confianza en su amor hacia nosotros, sus hijos, es fuente de consuelo y esperanza. María es nuestra tierna y permanente intercesora ante Dios, siempre dispuesta a escuchar nuestras súplicas y a presentarlas ante su Hijo. Su amor maternal es inagotable y nos brinda el apoyo necesario para afrontar los desafíos de la vida con fortaleza y fe.
En la música popular encontramos expresiones que reflejan estos deseos de vida plena. Te comparto una y seguramente vos podrías agregar unas cuantas más. «Que nunca falte un sueño por el que luchar, un proyecto que realizar, un lugar donde estar. Que haya amigos leales, un amor que compartir, y un sol que cada día nos vuelva a sonreír.» (Canción «Que nunca falte» de Abel Pintos.)
En otros lugares del mundo se denomina a esta Fiesta como “La Dormición” o el “Tránsito de la Virgen”, recordándonos que la vida terrenal no es el final de nuestra existencia. Este acontecimiento de fe nos permite mirar más allá de las preocupaciones y ansiedades temporales, dirigiendo nuestra mirada hacia la vida eterna y la plenitud de gozo que nos espera.
Y especialmente este domingo, recemos por esta nueva convocatoria electoral, para que los ciudadanos respondamos con vocación de construir el bien común.
@Escribe: Monseñor Jorge Lozano
/Fuente de imagen: Archivo