Nota de opinión – Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo.
La maldad no deja de sorprendernos y parece no tener límites. Privar a
alguien de su libertad e integridad, oprimir y torturar, someter a esclavitud
laboral o sexual; obligar a niños y ancianos a la mendicidad en una esquina,
en la puerta de una Iglesia o en el transporte público. Vender a alguien por
partes como si sus órganos fueran repuestos de un vehículo en desuso.
Desde hace 10 años la ONU (Organización de Naciones Unidas) dedica el 30
de julio como “Día Mundial contra la Trata de Personas”. En esta oportunidad
el lema propuesto es “llegar a todas las víctimas de la trata sin dejar a nadie
atrás”.
Las diversas crisis que atraviesa la humanidad generan un ambiente que
favorece la expansión de las sombras de la muerte. Las guerras producen
expulsiones masivas de poblaciones, niñas y niños que caminan solos ante la
muerte o secuestro de los mayores de la familia, comunidades desplazadas
por el cambio climático: millones de personas vulneradas en su dignidad
quedan indefensas ante las crueles fieras con piel humana que se aprovechan
y lucran con sus semejantes. Me recuerda un pasaje del Profeta Isaías quien
siglos antes de Jesús denunciaba: “Las manos de ustedes están manchadas
de sangre y sus dedos de iniquidad; sus labios dicen mentiras, sus lenguas
murmuran perfidias (…) Sus obras son obras de maldad y en sus manos no
hay más que violencia; sus pies corren hacia el mal; se apresuran para
derramar sangre inocente”. (Isaías 59, 1-7)
En algunos países la conciencia acerca de este crimen lacerante venía en
aumento hasta el inicio de la pandemia. Lamentablemente, ante el
crecimiento del individualismo la lucha va menguando y se mira para otro
lado, hasta que te toca de cerca. Simultáneamente, han disminuido la
cantidad de operativos y detenciones, también las condenas judiciales se
demoran y resultan escasas en comparación con lo tremendo del delito. Se
invisibiliza a las víctimas y se disimula a los victimarios.
Pareciera ser considerado un problema ajeno y que sucede en otras
geografías. Pero está muy cerca de tu casa. En las esquinas en las cuales se
ofrece sexo, en las redes sociales de pornografía infantil, en avisos
clasificados ambiguos. Los lugares de captación son diversos. Castings para
propagandas o películas, modelaje de ropa, parques de diversión o plazas,
salidas de colegios o clubes deportivos, etc.
Las mafias utilizan métodos sofisticados para engañar, secuestrar, torturar y
someter. Compran y venden seres humanos.
La falta de un trabajo digno hace que el mínimo resquicio de luz sea como
una tabla de salvación en medio del naufragio en la noche. La desesperación
y la pobreza cierran las puertas a la igualdad de oportunidades.
Cuando en casa hay falta de diálogo, violencia, maltrato, nos encontramos
con adolescentes que buscan la calle como liberación, pero la ilusión se
desvanece más rápido que el humo de una vela y se encuentran con más
esclavitud y degradación.
Una película desnuda una parte de esta realidad. Se titula “Sonido de
libertad” y ha sido “resistida” —en realidad, rechazada— por algunas
cadenas de distribución o plataformas de contenidos en video. Da miedo el
compromiso y la denuncia a las mafias del crimen organizado. Entretener sí,
cuestionar o mostrar historias reales actuales es otra cosa. El film ya se
estrenó en Estados Unidos —el mayor consumidor de esta esclavitud— y en
unas semanas se podrá ver en países de América Latina.
La cantidad de dinero que mueve esta actividad criminal ha sobrepasado el
tráfico de armas y está alcanzando al narcotráfico. Como expresa en un
tramo la película mencionada: “sólo se puede vender una bolsa de cocaína
una vez, pero un niño 5 a 10 veces al día”. El crimen busca la mayor
rentabilidad, aunque sea oprimiendo y esclavizando. El protagonista dice
como modo de poner freno y casi profesión de fe: “Los niños de Dios no
están a la venta”.
La película muestra sometimiento a servidumbre de una niña y otros como
pequeños esclavitos, tanto para el uso y abuso personal como para la
producción de drogas.
Pensemos cómo comprometernos para estar cerca de quienes buscan con
angustia a sus hijos e hijas sometidos a una pesadilla permanente.