Una estrategia combinada de los agroexportadores y la burguesía sojera, el capital especulativo, la derecha política, los medios hegemónicos y el partido judicial ha puesto contra las cuerdas al gobierno nacional.
Tras el anuncio de un default de la deuda en pesos sólo concebido para generar pánico, lanzaron –como lo había hecho en enero de 2014 durante el gobierno de Cristina– una corrida cambiaria, con un alza incontrolada del dólar blue.
Al mismo tiempo, los grandes productores de soja restringen sus ventas, con el objeto de forzar una devaluación y una baja de las retenciones, que actualmente son del 33%. El volumen de ventas es uno de los más bajos de los últimos 20 años y hasta menor al 2008, durante el lock-out de las patronales agropecuarias contra la Resolución 125, y hay en los silobolsas entre 28 y 29 millones de toneladas, que a precio de exportación representan cerca de 14.000 millones de dólares. También existe un menor volumen de liquidación de divisas por parte de las empresas exportadoras. El alza incontenible de los precios, unido a la escalada del dólar ilegal, es parte de la misma estrategia.
Simultáneamente, en forma sincronizada, se alzan voces que reclaman el juicio político del Presidente, la asamblea legislativa o el adelantamiento de las elecciones, a la vez que continúa la persecución política-judicial contra Cristina Fernández de Kirchner con el propósito de lograr su condena mediante un proceso amañado, sin pruebas, a través de jueces designados por Macri –sin acuerdo del Senado– que ocupan ilegalmente sus cargos (Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi). Se trata de un nuevo capítulo de la estrategia del lawfare que llevó a la prisión y proscripción de Lula en Brasil y de Correa en Ecuador. Al mismo tiempo esa misma Cámara Federal sobresee a Mauricio Macri en la causa del espionaje contra los familiares de las víctimas del submarino San Juan, en un fallo en el que insólitamente se reconoce que el mismo existió pero que tenía como finalidad proteger la seguridad del ex mandatario.
Frente a la magnitud de la agresión económica, política y judicial que lo amenaza con su propia caída, el gobierno nacional cede ante las presiones de la burguesía sojera. Mediante una resolución del Banco Central, y a fin de que los productores aceleren la venta de los volúmenes de soja retenidos, se autoriza “que los productores realicen un depósito a la vista en las entidades financieras con retribución diaria variable en función de la evolución del tipo de cambio A3500, conocido como Dólar Link, por hasta el 70% del valor de la venta de granos. Además, por el 30% restante se permitirá la Formación de Activos Externos, al valor del dólar oficial más el impuesto PAIS y las retenciones a cuenta que percibe la AFIP”. Se trata de un beneficio similar al que reciben otros sectores por el incremento de sus exportaciones; pero en el caso del complejo agropecuario se otorga como producto de la extorsión tendiente a forzar una devaluación, por lo que constituye un privilegio injustificado. Por otra parte, independientemente de la aceptación de este beneficio, la Mesa de Enlace y los sectores más concentrados del complejo sojero continuarán su ofensiva contra el gobierno para lograr la devaluación.
Tampoco ha reaccionado el gobierno con decisiones que frenen la escalada de los precios provocada por los oligopolios alimenticios, en su mayor parte agrupados en la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (COPAL), dirigida por el titular de la Unión Industrial Argentina, el abogado Daniel Funes de Rioja. Ha quedado demostrado el fracaso de los acuerdos con los que se ha pretendido sustituir al necesario control de los precios de los artículos de la canasta familiar.
Un sinnúmero de las conductas descriptas en el Artículo 2° de la Ley de Abastecimiento 26.691 son prácticas habituales de los oligopolios que dominan la industria y comercialización de alimentos, particularmente la elevación artificial o injustificada de los precios en forma que no responda proporcionalmente a los aumentos de los costos, o sus ganancias abusivas. Sin embargo, en ningún caso se han encuadrado dichas conductas en la Ley de Abastecimiento, ni se han aplicado sanciones. El gobierno sólo ha “amenazado” con aplicarla, mientras sigue empeñado en cerrar acuerdos con dichas corporaciones, que son invariablemente incumplidos.
Ofensiva contra los trabajadores.
No se ha frenado la ofensiva contra las normas y principios del Derecho del Trabajo, y en definitiva contra los derechos sociales reconocidos por la Constitución Nacional, particularmente “la protección contra el despido arbitrario” reconocido por el artículo 14 bis, que desde hace mucho tiempo llevan adelante legisladores de la derecha y sectores empresarios, con el infaltable acompañamiento mediático.
Se agitan los mismos argumentos de siempre: que el costo laboral argentino es excesivo, que la existencia de la indemnización por despido arbitrario desalienta la contratación, que los convenios colectivos vigentes deben ser sustituidos por otros más flexibles y que el régimen legal del trabajo pertenece a otra etapa del capitalismo. Se trata de convencer a la sociedad, y a los propios trabajadores, de que el despido es un hecho natural, casi fisiológico de la sociedad capitalista, y que debe ser aceptado sin resistencia alguna, a los fines de poder dar empleo a los que no lo tienen.
Es innegable que la realidad de las relaciones capitalistas muestra desde hace más de tres décadas una modificación sustancial de las relaciones de trabajo. Se generalizan nuevos modos de organización, el trabajo descentralizado y en equipo en las grandes empresas, además de un crecimiento acelerado del teletrabajo en casi todas las actividades.
Tales transformaciones crean a la vez un escenario de creciente precariedad laboral, una difícil inserción de los jóvenes y una mayor explotación. El trabajo en negro asciende al 40% del total de la población activa, se generalizan los contratos temporarios y la exigencia de inscribirse como monotributistas como condición para obtener un empleo.
No es lo mismo que los trabajadores tengan derecho efectivo a un puesto de trabajo estable, por tiempo indeterminado, a una realidad en la que la mayoría de los trabajadores se hallan precarizados en diversas formas: no registrados o en negro, pasantes, contratos de colaboración, etc. No es lo mismo trabajar 14 horas diarias que hacerlo durante 6 ó 35 semanales. Porque la reducción del tiempo de trabajo no sólo garantiza la salud física y psíquica de los trabajadores, sino que crea las posibilidades de destinar parte del tiempo libre al estudio, la formación y la participación social y política.
Observamos que la propia Organización Internacional del Trabajo refleja una cierta adaptación a las nuevas condiciones de precarización del empleo.
En el 2017, la OIT exhortaba a los países a que se hicieran cargo de orientar las políticas para responder a “la innovación tecnológica, los cambios en la organización del trabajo y la producción, la globalización, el cambio climático, el entorno normativo y los cambios demográficos y migratorios”. Reiteraba por entonces la tarea de gobernar para intervenir y dirigir las transformaciones de las plataformas digitales de empleo, partiendo del hecho de que la invisibilidad del empleador debilita aun más la posición de los sindicatos, y la necesidad de que estos buscaran nuevas formas de proteger los derechos de los trabajadores insertos en la economía digital. También se exhortaba a los Estados a llevar a cabo políticas públicas y planificación orientada a lograr una desaceleración controlada de los procesos de robotización y automatización como estrategias para dar tiempo de insertar a las personas en las nuevas dinámicas de trabajo.
En 2019, al celebrarse 100 años de la creación de la OIT, se habla de “condiciones mínimas” y del respeto a determinados “derechos elementales de las personas”, ignorando el papel de los sindicatos. Se plantea formar a las personas para adaptarse a las contingencias del mercado, negando toda forma de planificación y políticas públicas.
Cuando desde algunos sectores se expresa que el pleno empleo ya no existe, que su recuperación es imposible, y que –por lo tanto– sólo es posible luchar por el salario básico universal y la economía popular, se está afirmando en realidad la eternidad del capitalismo como formación económico-social, con su incapacidad de crear empleo suficiente para el conjunto de la población activa.
Sin lugar a dudas, los sectores de nuestro pueblo que se hallan en la indigencia, los precarizados que se hallan excluidos de los beneficios de quienes son reconocidos como asalariados, los que trabajan en cooperativas y otros emprendimientos de la llamada economía popular deben percibir un salario o ingreso básico universal o complementario –no importa su nombre–, sin que ello signifique la pérdida de los beneficios que se les reconozca actualmente.
Pero esta lucha no puede ni debe sustituir sino integrarse a la que sostienen importantes sectores del movimiento obrero, nucleados tanto en la CGT como en la CTA: un aumento general de salarios, jubilaciones y pensiones por decreto, estableciendo una suma fija que se incorpore definitivamente a las retribuciones, mejorando la situación de quienes perciben ingresos que no cubren siquiera una canasta de pobreza; y la reducción de la jornada de trabajo sin reducción salarial, una de las condiciones necesarias para que sean creados nuevos puestos de trabajo.
Se trata en ambos casos de urgencias que no pueden esperar; pero tanto en el movimiento sindical como entre los movimientos sociales existe la tendencia a luchar aisladamente por sus respectivas reivindicaciones, como si no fuera necesario coordinar y unificar las luchas, que son igualmente legítimas.
La función productiva del Estado.
En el contexto de la internacionalización de la economía de mercado, la clase dominante ha reformulado la estructura y los fines del Estado. El keynesianismo suponía un cierto control del Estado sobre las variables económicas. El neoliberalismo no suprime el poder del Estado, sino que lo transforma en un instrumento más flexible para sus intereses, fortaleciendo y perfeccionando la maquinaria represiva (justicia penal y fuerzas de seguridad).
La articulación mafiosa empresario-judicial-mediática exige la aplicación de las recetas ortodoxas de la teología neoliberal: devaluación, la libertad de importaciones, la reducción o la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias y mineras.
Frente a la fuerte ofensiva del poder económico y sus agentes políticos, se impone que el Estado cumpla un rol fundamental en la economía. No sólo una función de control –que en la actualidad se revela ineficaz o inexistente– sino en la producción de bienes y servicios, principalmente en los sectores fundamentales de la economía.
¿O pensamos que el desarrollo económico sólo será producto de las inversiones extranjeras y del gran capital nacional?
¿Podría imaginarse siquiera que Astilleros Río Santiago seguiría existiendo si hubiera sido privatizado?
Y ante el despliegue impune del poder económico y político de Paolo Rocca, ¿es justo que el grupo Techint siga multiplicando sus ganancias sin que siquiera se plantee la necesidad de que el Estado recree una empresa siderúrgica como la que fuera liquidada y adquirida a precio vil por dicho grupo durante la ola privatizadora y destructiva del menemismo?
¿Podemos hablar de cambiar nuestra “matriz productiva” y realizar un nuevo proceso de sustitución de importaciones sin un papel relevante del Estado?
El hecho de que estos temas no sean planteados seriamente, implica una visión peligrosamente superficial del capitalismo actual, en el que la especulación y la inestabilidad financiera son parte fundamental de su funcionamiento. En el capitalismo actual no hay disociación alguna entre “capitalistas productivos” y “capitalistas rentistas”; las finanzas son un componente permanente del sistema.
Es por ello que plantearse la posibilidad de un “capitalismo productivo” sin que el Estado cumpla un rol de dirección del proceso económico constituye una fantasía. Para ello es necesaria la recreación de la Junta Nacional de Granos y la Junta Nacional de Carnes, la recuperación de los puertos, del Río Paraná (la llamada “hidrovía”) y la renacionalización de los servicios públicos que aún siguen en manos de corporaciones.
No sólo se trata de superar las vacilaciones y las debilidades del gobierno nacional; se trata de reconstruir el Estado, que fue reducido a su mínima expresión de acuerdo a los objetivos de la clase dominante a partir de la dictadura y fundamentalmente a partir de los ’90.
Un Estado que ni siquiera ha recuperado su capacidad de controlar los precios no está en condiciones de reducir sustancialmente la inflación. La inflación continúa irrefrenable, no proviene de la guerra en Europa ni de la emisión monetaria sino fundamentalmente de la manipulación concertada de los precios por parte del gran capital.
Es importante destacar que el gobierno de Bolivia, sin sujetarse a las recetas neoliberales, además de haber nacionalizado los hidrocarburos y demás fuentes de energía, mantiene un tipo de cambio fijo respecto al dólar, que desde hace años equivale a 6,95 bolivianos. El Estado mantiene una política de subsidios sobre la energía, particularmente la nafta, a fin de evitar que la población deba pagar más por la misma, y deniega los certificados de exportación de aquellos productos por los que la población paga precios que no se consideran razonables. De esta forma se fuerza a que haya un aumento de oferta y bajen los precios en el país. De esta forma, muy lejos de los consejos de los teólogos del neoliberalismo, estas políticas han logrado que Bolivia registre un índice de precios al consumidor menor al 1% y un índice de inflación del 0,39% durante el primer trimestre del 2022 [2].
/ElCoheteALaLuna.