NOTA OPINION.
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano- Arzobispo de San Juan de Cuyo.
Los orígenes de las personas suelen marcarles la vida. Pensemos por ejemplo en el barrio en el cual se desarrolló nuestra infancia, la plaza, el parque, la escuela primaria y los compañeros, la familia, los vecinos… Si cierro los ojos puedo volver a imaginar unas cuantas escenas que me aportaron experiencias de las cuales hoy sigo aprendiendo, rostros que evocan alegrías y ternuras que continúan sosteniendo la existencia y haciendo luminosos los días. Sufrimientos con sabor amargo que calaron con profundidad en el interior.
También las familias y comunidades llevan grabadas en su memoria acontecimientos que desde el principio les cualifican. Mirando a nuestra Patria es importante recordar que ella nació en una casa de familia. Los Diputados enviados a Tucumán por las Provincias en 1816 realizaron sus sesiones en una casa típicamente colonial que, con generosidad, prestaron y se adaptó a ese fin. Ante un nuevo 9 de Julio es necesario reconocernos en estas raíces familiares. El lugar en el cual se declara la independencia no es un edificio público, sino la vivienda de una familia. La actividad parlamentaria llevó varios meses, y costaba llegar a acuerdos que conformaran a todos los representantes.
Los Diputados que participaron de las deliberaciones y firmaron el Acta de la Independencia fueron 29, 18 de los cuales eran laicos, y los otros 11 sacerdotes (del clero diocesano y religioso). Como representantes de San Juan participaron Francisco Narciso Laprida y Fray Justo Santa María de Oro, quien en 1834 sería designado primer obispo de Cuyo. Ambos tuvieron una participación determinante en el resultado de aquella Asamblea.
Las decisiones eran de suma importancia. San Martín y Belgrano estaban muy pendientes de las resoluciones y animaban a aquellos patriotas a no desalentarse, y lograr conclusiones firmes. El Libertador no podía realizar su campaña emancipadora en Chile y Perú si su ejército no pertenecía a una Nación Independiente. La causa miraba más allá de las fronteras y permitía soñar con audacia la liberación de los pueblos americanos.
Al concluir fueron juntos a dar gracias a Dios y cantar el Te Deum.
Queremos seguir siendo una Nación independiente de cualquier otro poder. En aquella “casa histórica” nadie quedó afuera. Hubo lugar para todos. A veces me pregunto qué sentirían hoy esos representantes si nos vieran como Nación dejando de lado a los más frágiles y negando el acceso a los derechos sociales a la mitad de los habitantes. ¿Qué sentirían al ver que hay hermanos pobres, falta de trabajo para quienes lo buscan, despidos que duelen mucho?
Aquellos diputados no tenían un modo homogéneo de pensamiento, y atravesaron momentos de desencuentros y fuertes discusiones. Sin embargo, hicieron de los intereses de la Patria su objetivo supremo. Mientras unos tienen necesidades básicas —¡muy básicas!— sin cubrir, las discusiones y malos tratos entre los dirigentes ofenden la dignidad de los pobres.
En estos tiempos que siguen con posterioridad a la pandemia podemos percibir situaciones sociales y existenciales graves. Ante los problemas económicos y financieros, el hilo siempre se corta del lado de los trabajadores. La pobreza y el hambre son injusticias que claman al cielo. Como expresa la canción, “no es posible, morirse de hambre en la patria bendita del pan”. Situaciones difíciles y personas con cuadros de desesperación.
También es creciente la experiencia de la ausencia en el sentido de la vida incluso entre los jóvenes. El narcotráfico sigue impunemente dejando un tendal de heridos al costado del camino.
En esta fecha tan significativa para el origen de la Nación renovemos nuestro compromiso por el bien común, privilegiando a los más pobres.
En esta semana se conoció un hecho aberrante sucedido en Pakistán: una viuda cristiana fue violada y asesinada por no querer convertirse al islam para casarse con un hombre que la tenía en la mira. Cuatro hombres musulmanes secuestraron, violaron y mataron a Shazia Imran. El principal sospechoso del asesinato, el que la pretendía para hacerla su esposa, intentó ocultar el cuerpo con ácido.
Shazia trabajaba en un jardín de infantes de la Universidad de Ciencias de la Gestión de Lahore (LUMS) y la noche del martes 6 de junio no volvió a casa.
Sus familiares la buscaron —Shazia era madre de tres hijos: Salman (16), Abrar (6) y Aliza (7)— pero sin éxito. Finalmente llamaron a la policía. La familia de Shazia Imran estaba convencida de que su marido, asesinado a golpes hacía 18 meses, también había sido atacado no por «matones» como la policía clasificó el hecho, sino por las mismas personas que mataron a Shazia.
La agresión hasta la violación como «método coercitivo» de conversión, especialmente de mujeres pertenecientes a minorías religiosas en Pakistán, no es nada nuevo. El caso de Shazia sembró en las últimas semanas en ese país una nueva ola de miedo, pero también de ira y protestas entre la minoría católica que allí vive.
Muchos organismos y personas concretas levantan su voz para que la muerte violenta de Shazia no pase de largo. Que nosotros tengamos siempre corazón de carne para dar lugar a estos profundos dolores. Recemos juntos.
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de Ahora San Juan.